tanto sea de los depósitos fiscales como así también de las terminales portuarias”, decía. El dato, explicaban, se lo había mandado un despachante de aduana a su cliente, una editorial socia de esa Cámara, una de las dos que representan a los editores del país (la otra es la Cámara Argentina del Libro).
“Toda esta inesperada e imprevista acción estaría orientada a poner en marcha el nuevo sistema de verificación exhaustiva informada por los medios de prensa hoy a la mañana”, sigue diciendo el despachante. Sería otra medida del secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno.
“Suponemos que se trata de la resolución de verificar todos los contenidos de los containers, para ver si se ajustan a las declaraciones”, dijo Héctor Di Marco, presidente de la CAP. “Me enteré hace cinco minutos y de manera no oficial”.
¿Qué van a hacer? Mañana tomaremos contacto con las autoridades y veremos de qué se trata. Por ahora, sólo tenemos suposiciones.
Cuando se habla de libros importados, se habla de dos cosas: por un lado, los libros hechos íntegramente en otros países: escritura, diseño, edición, corrección, impresión. Por otro, los más numerosos: los libros cuyo trabajo intelectual es argentino pero se mandan a imprimir afuera.
Las restricciones empezaron en octubre. Desde entonces, los editores tienen que presentar ante Lealtad Comercial una lista con los títulos que quieren traer.
Según varios de ellos, les aprueban alrededor del 70 %. “Desde octubre dejé de importar”, cuenta un editor. “En particular, esos libros de los que traía 200 ejemplares. Tenés que mandar un formulario, te piden el movimiento de los últimos años, si vas a exportar, etc. Después no sabés cuánto van a tardar en salir. Por si fuera poco, se paga unos 6000 dólares por mes por cada contenedor”.
A principios de mes entró en vigor la resolución por la que el Estado controla que la tinta con que vienen impresos los libros no tenga más que el 0,05 % de plomo. Esto volvió a demorar y encarecer el trámite, aunque el sector repita –en off; en las declaraciones abiertas no hay quejas– que prácticamente no se usa tinta con plomo en el mundo y que existen verificadoras que hacen ese trabajo en el lugar donde se imprime. En este punto se paró ayer Juan Carlos Sacco, vicepresidente 1° de la Federación Argentina de la Industria Gráfica. (FAIGA). “Si uno pone el dedito en la lengua para cambiar de hoja puede ser peligroso”, dijo en una entrevista radial. “Capaz que a la Biblioteca Nacional hay que ir con guantes, barbijo y alcohol en gel. Ojo con la pandemia de la hoja escrita”, se burló, en Facebook, un editor.
El control del plomo, indicaron en la Cámara del Libro, no regía para envíos de menos de 500 ejemplares. “Esto inhabilita el argumento de la salud”, decía el director de la filial argentina de una editorial multinacional. “Para el que toca ese libro, es lo mismo si entraron 2, 500 o 100.000”.
Hace unos días, se dificultó también la entrada de libros por el sistema de courier, un correo privado que permite traer mercadería por menos de 1000 dólares y hasta 50 kilos. Los paquetes ya no llegaban a domicilio sino que había que pagar y retirarlos en Ezeiza.
Cuidadoso, en declaraciones públicas el presidente de la CAL, Isaac Rubinzal, negó días atrás que hubiera libros parados. Pero se mostró preocupado por lo de los couriers: “No es un volumen significativo, son monedas”, dijo.
Por courier, explican los editores, llegan, por ejemplo, las pruebas que las imprentas mandan antes de hacer la tirada definitiva. O los 20 ejemplares que recibe un autor cuando le va bien y lo traducen afuera, algo que este mismo gobierno favoreció, con la implementación del programa Sur, que financiaba traducciones de autores argentinos.
Editar en Argentina, cuentan, se ha complicado también por la dificultad para mandar dinero al exterior. “Tardamos dos meses y medio en poder pagar una foto para una tapa, eran 500 dólares”, contaban ayer en una editorial. Y ahora, a revisar containers.
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